Este trabajo fue presentado en la sesión de julio de 2009 sobre el Estudio del Evangelio en Limonest. Intenta acercarnos al Estudio del Evangelio como estudio espiritual. El Espíritu Santo es verdaderamente el alma de este estudio: Él forma a Cristo en la Encarnación y en la Eucaristía. Él da vida a la Palabra escrita, que se convierte en Palabra viva, como una segunda Encarnación. Como el Espíritu habita en las Escrituras, estamos llamados a dejarnos guiar por Él en la lectura, el estudio y el anuncio de esta Palabra de gracia y de vida que se nos ha confiado.
Introducción
La Iglesia vive de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios ha sido siempre fuente de renovación y reforma en la vida de la Iglesia a lo largo de la historia.
Dios ha querido que la Escritura sea uno de los elementos constitutivos de la Iglesia para que, guiada por el Espíritu Santo, pueda cumplir su misión de anunciar a todas las naciones el poder de la salvación de Dios: la Buena Nueva del Evangelio. En el testimonio de la Biblia, la Iglesia encuentra el alimento de su fe y de su esperanza, la sustancia de su pensamiento, la guía que orienta sus acciones.
Desde sus orígenes, la Iglesia se reunió en torno a la Palabra de Jesucristo predicada por los apóstoles. Es lo que podemos llamar la experiencia fundacional de la Iglesia en Pentecostés. Después, casi desde el final de la era apostólica, las palabras de Jesús y la predicación de los apóstoles comenzaron a escribirse. Lo que sucedió entonces, y lo que duró prácticamente toda la segunda mitad del siglo I, fue impulsado una vez más por el Espíritu Santo, que propició así una segunda encarnación de la palabra escrita.
El Espíritu Santo habita en la Palabra de Dios. Su inspiración no se limita al momento en que fue escrita, sino que anima toda la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo abre las mentes y los corazones de los creyentes para que comprendan las Escrituras y las interpreten del modo en que Él quiso que fueran interpretadas.
La acción del Espíritu Santo estuvo muy presente en los periodos apostólico y postapostólico, pero también en todos los esfuerzos de los Padres de la Iglesia por inculturar la revelación en la cultura griega y latina. Esta actividad de comprensión e inculturación continuó a lo largo de la historia: en la Edad Media, traspasando las fronteras del Imperio Romano; en la Edad Moderna, con la evangelización del continente americano, y más tarde en África y Asia.
La Iglesia vive de la Palabra de Dios; es su principal alimento (Mt 4,4; DV 24). Y esta Palabra debe ser leída y meditada a la luz del Espíritu, porque Él la convierte en Palabra viva y actual. Esta es la larga experiencia y el gran tesoro que encontramos en la rica tradición de la Iglesia. En esta tradición destaca una voz original, la de Antoine Chevrier con su estudio espiritual de la Escritura: el Estudio del Evangelio.
I - LA ACCIÓN VIVIFICADORA DEL ESPÍRITU SANTO
Es el Espíritu quien forma a Jesucristo, el Verbo hecho carne, en el seno de María; y es el Espíritu quien hace de la Escritura la Palabra viva y actual de Dios.
1 - La acción del Espíritu en Jesucristo, el Verbo hecho carne
Para revelar y dar a conocer su plan de salvación, Dios eligió el camino de la Encarnación. La Encarnación lleva en sí este gesto de Dios, este efecto de hacerse cercano, de asumir la condición humana para poder ser comprendido y reconocido por el hombre, que es su imagen. Por eso Dios no sólo se hace carne, sino que también se hace lenguaje, y sobre todo se hace palabra humana, para comunicar su designio de amor y asociar a la humanidad a su obra de salvación.
Es bajo el impulso y la animación del Espíritu Santo como se desarrolla el dinamismo de la Encarnación. Él forma el cuerpo humano del Hijo, nos revela que Jesús es el Hijo del Altísimo, el Dios con nosotros (Lc 1,35; Mt 1,20-23). Pero la actividad del Espíritu no se limita al momento de la Encarnación. Está presente a lo largo de toda la vida de Jesús, mostrando cómo el hombre Jesús es el Hijo de Dios, cómo ha venido a cumplir la voluntad del Padre poniéndose al servicio de la misión que le ha encomendado.
El Espíritu es el que, en el Jordán, unge y consagra a Jesucristo como el Mesías que hace presente en el mundo el Reino de Dios: un Mesías, Hijo predilecto del Padre, que se convierte también en la Palabra a la que los hombres debemos escuchar: "He aquí que se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma y venía sobre Él. Y he aquí una voz del cielo que decía: Éste es mi Hijo amado, a quien me complazco en elegir" (Mt 3, 16-17).
Jesús anuncia el Reino de Dios. Lleva a cabo su misión bajo el impulso y la influencia del Espíritu, que implanta el Reino en el corazón de las realidades humanas, en las profundidades más duras y conflictivas, en los problemas más impenetrables de los que escapamos la mayoría de los hombres (Lc 4, 14-30; 7, 21-23). Esto nos lleva al conflicto con el espíritu del mundo, con los espíritus malignos que esclavizan a la humanidad. El relato de las tentaciones y de los exorcismos realizados por Jesús nos muestra lo activo que permanece el Espíritu Santo en esta batalla. Nos muestra que, en Jesús, Dios se compromete a liberarnos de todo lo que esclaviza a la humanidad. Así, ya no somos esclavos, sino hijos, es decir, libres (Lc 4,1-13; 31-37; 11,14-22).
La Encarnación lleva a Jesús a abrazar la condición humana con todo lo que implica, incluida una muerte injusta. "En su condición humana se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,7-8). Pero la acción del Espíritu no termina con la muerte de Jesús en la cruz. Con fe y confianza, en el Calvario Jesús entrega su espíritu al Padre. El Espíritu del Hijo ejerce su poder más allá de la muerte, más allá de los límites de la carne. Penetra en la verdadera vida, la vida del Espíritu, que llamamos resurrección. Es lo que Pablo recuerda a los corintios, a quienes les cuesta creer en la resurrección, en la vida nueva en el Espíritu: "El primer Adán era un animal viviente; el último Adán es un ser espiritual vivificante" (1 Co 15,45).
El Espíritu actúa de tal manera que Jesús no es un muerto, ni una figura del pasado, sino que es el Hijo glorificado, sentado a la derecha del Padre, y al mismo tiempo presente todos los días hasta el fin del mundo. Esta es la gran confesión de fe que hace Pablo en su carta a los Romanos: "Apartado para predicar el evangelio de Dios (...) Este evangelio es acerca de su Hijo, nacido según la carne del linaje de David, establecido según el Espíritu Santo, Hijo de Dios con poder mediante su resurrección de entre los muertos" (Romanos 1:1-4; 8:11).
El Espíritu nos revela y nos hace ver la humanidad de Jesús. Al mismo tiempo, nos atestigua que Jesús es el Hijo de Dios, que en cada ser humano Jesús revela al Padre. Él es el Verbo, la Palabra del Padre; tomó carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14). La Palabra ilumina la nueva humanidad. El vínculo de unión, el lazo de familia, ya no es la carne y la sangre; es el Espíritu y la fe: "Pero a los que le han recibido, a los que creen en su nombre, les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios. Estos no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1,1213; 3,5-7).
Como hemos dicho, el Espíritu hace presente a Jesús resucitado y garantiza su presencia continua en el mundo: "Yo rogaré al Padre, y os dará otro paráclito que estará siempre con vosotros. No os dejaré huérfanos, voy a vosotros..." (Jn 14,16-20). Esta presencia de Jesús por el Espíritu es particularmente clara y cercana en la Eucaristía. Por su acción, el Espíritu convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor resucitado, y nos lo ofrece constantemente como alimento para la vida. "Santifica estas ofrendas derramando tu Espíritu sobre ellas; que se conviertan para nosotros en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, nuestro Señor" (Plegaria eucarística II). En el cuarto Evangelio, la conclusión del discurso eucarístico en la sinagoga de Cafarnaún confirma que el Espíritu en Jesús actúa como principio de vida y de transformación; para nosotros, Jesús se convierte en pan de vida, alimento de vida eterna: Es el Espíritu quien da la vida; la carne es inútil. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y vida" (Jn 6,63).
El Espíritu nos revela que Jesús es la Palabra que, desde el principio, se orientó hacia Dios, que es Dios y que ha puesto su tienda entre nosotros (Jn 1,1-2.14). No se trata de una palabra cualquiera, sino de una palabra viva, una palabra que es persona y que nos expresa perfectamente quién es Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás; Dios, el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado" (Jn 1,18). Esta palabra clara, transparente, definitiva, que Dios dirige a todos los hombres, es su Hijo: "Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras a los padres por medio de los profetas en el pasado, nos ha hablado en esta última edad en un Hijo a quien ha hecho heredero de todas las cosas, por medio del cual creó también los mundos" (Hb 1,1-2).
Hemos esbozado brevemente la acción del Espíritu en el Hijo, el Verbo hecho carne, la Palabra del Padre, que nos revela el amor y la comunión en el seno de la familia trinitaria. El Espíritu es quien nos recuerda las palabras de Jesús y nos conduce al verdadero conocimiento del Hijo por la fe: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, él os guiará a toda la verdad. Porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá lo que oiga y os comunicará todo lo que ha de venir" (Jn 16,13).
2 - La acción del Espíritu Santo en la Escritura
Todo lo que acabamos de decir sobre la acción del Espíritu Santo en el Verbo hecho carne, en la Palabra viva y personal del Padre, se realiza de modo semejante en la Sagrada Escritura, la palabra escrita. La Escritura se convierte en Palabra de Dios bajo la acción del Espíritu Santo. Esta misma acción del Espíritu sigue animando, muy presente, lo que podemos llamar todo el proceso de gestación de la Escritura: viene a ser una continuación y una prolongación de la Encarnación; su florecimiento es la inspiración de los libros sagrados. Pero no vamos a desarrollar aquí este tema.
Es el Espíritu quien garantiza la continuidad entre, por una parte, el Verbo, la Palabra definitiva del Padre, y, por otra, el testimonio que le dan los libros sagrados, la palabra escrita que nos revela hoy todo el designio salvífico de Dios.
El Espíritu Santo permanece activo durante todo el proceso de creación de los libros de la Biblia. Así lo confirma la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II: "Dentro de las palabras hay un alma que las inspira y da fuerza a quienes se acercan a ellas con fe" (cf. DV 24). "La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con el mismo Espíritu que hizo que fuera escrita" (DV 12). El verdadero sujeto no es el ser humano, sino el Espíritu Santo. Es el Espíritu quien ejerce una influencia real sobre el autor sagrado, el lector y el intérprete. La presencia del Espíritu no se limita al texto definitivo que aceptamos como inspirado, sino que se manifiesta también en el creyente que lee e interpreta la Palabra. Autor, lector, intérprete, todos están habitados y animados por el Espíritu.
A propósito de la presencia de Jesús en el conjunto de la Escritura, Henri de Lubac se expresa bien y profundamente sobre esta verdad que nos revela el Espíritu: "No son sólo los libros sagrados los que fueron inspirados en un momento dado. Los mismos libros sagrados son y siguen siendo inspirados... El Espíritu no se contentó con dictar la Escritura, se encerró en ella. Es fecundada por el milagro del Espíritu Santo".
Las palabras de Dios se expresaron con palabras humanas; se hicieron semejantes al lenguaje humano. Del mismo modo que, en otro tiempo, el Verbo del Padre eterno, al asumir "la carne de la debilidad humana", se hizo semejante a los hombres.
El Verbo se hizo palabra humana; inspirándonos en el verbo "encarnarse", podríamos decir que "prendió". Porque ésta es verdaderamente la encarnación del Verbo en la palabra: se hizo presente en la carne vulnerable y efímera de las palabras, y por ella llega la salvación. A través de las humildes palabras de la Sagrada Escritura, el Verbo nos habla. A través de las mismas palabras, tenemos acceso al Verbo, la Palabra de Dios.
Epíclesis sobre el discurso
El Espíritu infunde vida a la palabra escrita y sitúa el Libro en la mayor amplitud del misterio de la Encarnación y de la Iglesia. A partir de entonces, gracias al Espíritu Santo, la Palabra de Dios es una realidad litúrgica y profética; es anuncio antes que libro; es testimonio del Espíritu Santo de la presencia de Jesucristo como revelación del Padre, cuyo momento privilegiado es la Eucaristía.
La proclamación de la Palabra de Dios contenida en la Escritura es una acción del Espíritu: así como en el pasado obró para hacer de la Palabra un libro mediante la inspiración, ahora en la liturgia transforma el libro en Palabra, haciendo de ella la presencia amorosa del Padre que sale al encuentro de sus hijos para hablar con ellos (DV 21).
De ahí la estrecha relación que se establece entre la Palabra y la Eucaristía; hay que seguir profundizándola, como nos advierte san Jerónimo; también encontraremos un eco de ello en Antoine Chevrier, como señalaremos más adelante. La Carne del Señor, verdadero alimento, y su Sangre, verdadera bebida, son el verdadero bien que nos está reservado en la vida presente: alimentarnos de su Carne y beber su Sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra de Dios es verdadero alimento y verdadera bebida, que obtenemos mediante el conocimiento de las Escrituras.
Para que la Palabra escrita sea la Palabra viva de Dios, debe haber una epíclesis: la Santa Tradición es la epíclesis de la Historia de la Salvación, es la teofanía del Espíritu Santo, sin la cual la Historia sigue siendo incomprensible y la Escritura letra muerta. Así como la Iglesia invoca al Espíritu para que el pan y el vino se transformen en el cuerpo y la sangre de Cristo, así también la Iglesia invoca al Espíritu y recibe su ayuda en la Tradición, para que la Escritura encuentre nueva vida y se convierta en Palabra de Dios viva y eficaz en cada momento de la vida de la Iglesia.
La Palabra de Dios no permanece fosilizada en la Biblia. Espera y reposa en la Biblia, pero no está petrificada; ni es un animal inerte, naturalizado; ni está necrosada en un libro impreso. Se podría decir que "duerme". Está esperando que el poder de Dios la despierte. Como acabamos de decir, necesita una epíclesis -una invocación hecha al Espíritu- que le dé vida y la transforme. Sin esta epíclesis, la Palabra permanece dormida, no despierta.
La inteligencia de la fe
Sólo en la fe podemos acoger y comprender toda esta acción del Espíritu que revela y da vida. Para captar lo que Dios ha querido decirnos, necesitamos ver las cosas desde el punto de vista de la fe; de hecho, el mensaje de la revelación divina está esencialmente relacionado con nuestra vocación y destino más profundos. Bajo las palabras del texto, debemos descubrir la verdad de nuestra salvación. Sólo podemos acceder a ella en el Espíritu Santo: "Él toca el corazón del hombre, volviéndolo hacia Dios para abrir los ojos de su alma, y da a todos la profunda alegría de consentir y creer en la verdad" (DV 5).
El tipo de relación que podemos tener con la Palabra de Dios está claramente determinado por una visión de fe. Siempre que el creyente toma la Biblia y comienza a leerla con fe, se hace real el poder y la plena capacidad inspiradora del Espíritu Santo. Pero si no leemos la Biblia a la luz del Espíritu, ya no es una lectura creyente; es una lectura que pierde todo su valor y propiedades, una lectura que queda al margen de la fe de la Iglesia. En cambio, la sabiduría de la fe nos permite entrar en el sentido más profundo del texto, en una palabra verdaderamente cargada de revelación. San Gregorio Magno nos habla de la necesidad de esta sabiduría, de lo que llamamos la inteligencia de la fe: "Las palabras de Dios no pueden ser penetradas en absoluto sin esta sabiduría, pues si alguien no ha recibido el Espíritu de Dios, no puede en modo alguno comprender las palabras de Dios".
El creyente es ante todo alguien que escucha. Esto es lo que identifica al verdadero creyente que ha aceptado las palabras y los mandamientos del Señor: "¡Escucha, Israel! Dios nos llama a escuchar con el oído del corazón. Quien escucha de este modo reconoce la presencia de quien le habla y desea comprometerse con él; busca un espacio en sí mismo para que el otro pueda habitar en él. De todo ello surge la figura antropológica que la Biblia quiere construir, la del hombre capaz de escuchar (1 Re 3,9). Pero esta escucha no consiste simplemente en oír frases bíblicas, sino en un discernimiento de la Palabra de Dios que el mismo Espíritu realiza. Esto requiere fe y debe hacerse a la luz del Espíritu Santo.
La oración
La escucha en la fe está indisolublemente unida a la oración. Ya sea en la liturgia, en grupo o individualmente, la lectura de la Biblia debe ir siempre acompañada de la oración, que será nuestra respuesta en diálogo con la Palabra que Dios nos dirige: "La oración -recordémoslo- debe acompañar la lectura de la Sagrada Escritura para establecer un diálogo entre Dios y el hombre, pues es a Él a quien nos dirigimos cuando oramos; es a Él a quien escuchamos cuando leemos sus palabras" (DV 25). Por eso es necesario que el silencio se extienda más allá de las palabras. El Espíritu Santo nos ayuda a conocer y comprender la Palabra de Dios uniéndose silenciosamente a nuestro propio espíritu (Rm 8, 26-27). Para llegar a una interpretación plenamente válida de las palabras inspiradas por el Espíritu, debemos dejarnos guiar por él; y para ello es esencial rezar, rezar mucho, pedir en la oración la luz interior del Espíritu Santo, y luego acoger obedientemente esta oración.
La oración se convierte en apertura, acogida y adoración. En ella hay lugar para la adoración de la Palabra, para la oración en la fe y de rodillas. En efecto, nuestra lectura de la Biblia es un encuentro con un texto que es como la tierra santa donde habita Dios. Ante la santidad del texto bíblico, el lector creyente debe "dejar las sandalias", como Moisés ante el misterio de la zarza ardiente; sólo tiene que escuchar a quien le habla.
El Espíritu actúa de tal modo que la Escritura no es un simple texto impreso, sino una revelación de Dios. El lugar primordial y el papel principal del Espíritu no disminuyen en absoluto la aportación de las ciencias humanas cuando se trata de comprender el sentido profundo de la Palabra de Dios. Así, una comprensión espiritual de la Escritura presupone un compromiso exigente con el estudio de las ciencias bíblicas, ya que la comprensión espiritual nunca debe separarse de la investigación exegética. La fe no prescinde del trabajo concienzudo y serio. Al contrario, lo exige imperativamente, lo requiere con urgencia. Sin embargo, no podemos olvidar que la comprensión de la fe es necesaria para penetrar en el sentido de las palabras de la Sagrada Escritura.
Es en la Palabra de Dios donde la Iglesia encuentra el anuncio de su identidad, la gracia de su conversión, su envío en misión, la regla absoluta de la fe. Por eso, esta Palabra, vivificada por el Espíritu, es ante todo una Palabra meditada, estudiada, orada y celebrada, que alimenta y articula la vida de la Iglesia.
Antoine Chevrier se inscribe en la rica tradición de tantos testigos del Evangelio que leyeron y estudiaron la Palabra de Dios a la luz del Espíritu. Esta es la fuente que ha inspirado, fundamentado y sostenido la misión y la obra del Prado. Fue escuchando y estudiando a Nuestro Señor como nació el Prado.
II - EL ESTUDIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, UN ESTUDIO ESPIRITUAL
Hasta aquí hemos tratado de poner de relieve la acción del Espíritu Santo en Jesús, Verbo hecho carne, Palabra definitiva del Padre, y luego su acción en la Escritura, Palabra escrita, viva y actual de Dios. Toda esta reflexión equivale a sentar las bases sobre las que se fundamenta y estructura el Estudio del Evangelio, tanto en la experiencia de Antoine Chevrier como en la praxis del Prado, con la misma fidelidad a la rica tradición de la Iglesia que lee la Sagrada Escritura en el soplo y la luz del Espíritu.
Todo el dinamismo, toda la actividad creadora y vivificadora del Espíritu Santo en la Palabra y en la Escritura están presentes y presentes en el estudio del Evangelio; lo llamamos "estudio espiritual del Evangelio", es decir, estudio hecho en el Espíritu Santo.
1 - Estudio espiritual
La expresión "Estudio de nuestro Señor Jesucristo" es utilizada repetidamente por el Padre Chevrier. La tomó de la Imitación de Jesucristo.
En este caso, la palabra "estudio" no tiene un sentido escolástico o puramente intelectual. Es un estudio que debe realizarse apelando a la inteligencia, por supuesto, pero que concede más importancia a la dimensión afectiva, a las razones del corazón, al amor. Más que a una obligación, este estudio responde a una atracción interior; es una verdadera pasión. Para Père Chevrier, la palabra "estudio" adquiere connotaciones de apego incondicional, de gusto y de celo. En este estudio encontramos la mayor alegría y, en consecuencia, le dedicamos nuestro tiempo y nuestros cuidados. El conocimiento de Jesucristo es la pasión del Padre Chevrier. Es un estudio que nace del amor, que se desarrolla en el amor y que termina en el amor. El Espíritu produce el conocimiento de Jesucristo.
El Padre Chevrier no habla de un estudio espiritual del Evangelio. Habla más bien del "Estudio de Jesucristo", pero establece una estrecha relación entre el estudio del Evangelio, el estudio de las palabras de Jesús y el Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo quien desvela los misterios de Dios y los revela a los hombres. El Padre Chevrier lo afirma en un estudio evangélico sobre el Espíritu Santo, y respalda esta afirmación con un texto de la carta a los Efesios: "Al leer esto, podéis ver qué comprensión tengo del misterio de Cristo. Dios no dio a conocer este misterio a los hombres de las generaciones pasadas, como ahora lo ha revelado por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas" (Ef 3,4-5).
Antoine Chevrier experimentó que el Espíritu está en el Evangelio, en las palabras de Jesucristo. La Escritura está habitada por el Espíritu Santo, que hace de ella la palabra de Cristo vivo y presente, una carta escrita para nosotros en nuestro corazón. Por eso el discípulo y el apóstol deben estudiar el Evangelio para conocer a Jesucristo y amarlo: "El espíritu de Jesucristo se encuentra sobre todo en la palabra de Nuestro Señor. El estudio del santo Evangelio, las palabras y las acciones de Jesucristo, eso es todo nuestro estudio, eso es lo que debemos tratar de conocer y comprender" (Yves Musset: le Christ du Père Chevrier, p.40). Por eso mismo, debe ser una tarea continua y constante iniciarse y crecer en ese conocimiento, en la inteligencia de la fe.
Como ya hemos señalado, las Escrituras son obra del Espíritu. Al estudiarlas, acogemos el testimonio del Espíritu y nos confiamos a él para que guíe toda nuestra existencia de discípulos y apóstoles de Jesucristo. Estudiamos las Escrituras bajo la luz y la acción del Espíritu Santo (es un estudio "espiritual") de tal manera que nuestra búsqueda no se centra en un mensaje o en un libro, sino en la persona del Verbo que se revela en las palabras y en las acciones de las Escrituras: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, él os guiará hasta la verdad completa. Porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá lo que oiga y os comunicará todo lo que ha de venir. Él me glorificará, porque recibirá lo que es mío y os lo comunicará" (Jn 16,13-14). Estudio espiritual del Evangelio según Cristo.
Un verdadero discípulo de Jesús es alguien que ha sido tomado por el Espíritu Santo. Este Espíritu le lleva al conocimiento y a la plena comunión con Jesucristo, hasta que el discípulo llega a pensar y actuar como Jesucristo, hasta que es uno con Él. "El discípulo de Jesucristo es un hombre que está lleno del espíritu de su Maestro, que piensa como su Maestro, que le sigue en todo y en todas partes... Este espíritu se derrama en el Santo Evangelio" (VD 510). Cultivar esta gracia, este estudio espiritual, es abrir toda nuestra vida al Espíritu Santo, que forma a Jesucristo en nosotros, como por la Encarnación formó a Jesús en María. La acción y la presencia del Espíritu no son espectaculares ni visibles; son sencillas y discretas. Se oculta en la historia y en la escritura. Por eso el Padre Chevrier nos remite a las Escrituras; el Espíritu está siempre presente allí para comunicarse a quienes las escuchan o las leen, unidos a la fe de la Iglesia. Animado por el Espíritu, el discípulo entra en una comprensión más profunda de las Escrituras. De este modo, se deja recrear en sus acciones por el mismo Espíritu que le conduce al conocimiento y a la comunión con Cristo mismo.
Este estudio espiritual de la Escritura se realiza siempre en la fe de la Iglesia. Sin el Espíritu, no podemos conformarnos a Jesucristo, como tampoco puede haber testimonio apostólico. El Espíritu Santo es el alma, la fuente de una nueva encarnación del Verbo en nuestro espíritu a través de la Escritura inspirada, que revela y hace presente al Enviado del Padre en la comunidad de los creyentes. Este estudio de las Escrituras es el fundamento del testimonio de Cristo muerto y resucitado, y nos lleva a discernirlo todo, a verlo todo y a leerlo todo desde su punto de vista: "No hablamos de estas cosas con el lenguaje de la sabiduría humana, sino con el lenguaje del Espíritu (...) porque se juzgan espiritualmente. El hombre espiritual lo juzga todo y no es juzgado por nadie. Porque ¿quién ha conocido la mente del Señor para enseñarle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo" (1 Co 2,13-16).
Para poseer al Espíritu o dejarse investir por él, el camino pasa por la persona del Verbo contemplada en las Escrituras. La lectura y el estudio asiduo de las Escrituras son fundamentales para la vida del discípulo y del apóstol; no pueden ser meramente ocasionales. No se trata, pues, de frecuentarlas de vez en cuando, sino de dejar que la mano del Espíritu nos sumerja en las aguas profundas del Evangelio.
"Ante todo, debemos leer y releer el Santo Evangelio, sumergirnos en él, estudiarlo, conocerlo de memoria, estudiar cada palabra, cada acción, para captar su sentido y transmitirlo a nuestros propios pensamientos y acciones. Es en la oración cotidiana donde debemos hacer este estudio y donde debemos hacer que Jesucristo forme parte de nuestra vida" (VD 227). Como nos recuerda y testimonia el Padre Chevrier, existe una fuerte interacción entre el estudio del Evangelio y la oración; ambos se interpelan y se fecundan mutuamente. Otro fruto de esta interacción es la conversión que proviene del encuentro con Jesucristo, cuando nos dejamos conducir por el Espíritu. Él es el alma de este estudio, que nos lleva a la lucha y a la confrontación con nuestro propio espíritu y con el espíritu del mundo: "¿Quiénes son los que tienen el espíritu de Dios? Son los que han rezado mucho y lo han pedido durante mucho tiempo. Son aquellos que han estudiado durante mucho tiempo el Santo Evangelio, las palabras y las acciones de Nuestro Señor, que han trabajado durante mucho tiempo para reformar en sí mismos lo que se opone al espíritu de Nuestro Señor" (VD 227).
El estudio espiritual del Evangelio nos lleva al conocimiento de Jesucristo, al encuentro personal con Él, y esto es lo que nos permite entrar en una relación de diálogo con Jesús como nuestro contemporáneo. Además, esta experiencia de encuentro es el alma de la misión. A través del estudio del Evangelio, y como hizo con Jesús en la sinagoga de Nazaret, el Espíritu nos impulsa a ir hacia los pobres, a hacer nuestra su vida y a anunciarles la Buena Noticia del Evangelio. Por eso, repetimos una vez más, el estudio de las Escrituras es el estudio de la persona de Jesucristo; no una búsqueda para acumular información sobre Jesús, sino una búsqueda de comunión para llegar a ser uno con Cristo. Esto se refleja en la experiencia del apóstol Pablo del nuevo conocimiento de Jesucristo: "Vivo, pero ya no soy yo, sino que Cristo vive en mí. Pues mi vida actual en la carne la vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20).
2 El estudio de Nuestro Señor Jesucristo
Ya hemos indicado que esta expresión no procede del padre Chevrier. La tomó de la "Imitación de Jesucristo" cuando era estudiante de teología. Más tarde aparecería y se repetiría en sus escritos.
En la época del padre Chevrier, como en la Europa de hoy, la ignorancia religiosa y el desconocimiento de Jesucristo estaban muy extendidos, sobre todo entre la clase obrera que salía de los inicios de la revolución industrial. Esto marcó la vida de Antoine Chevrier y cuestionó la forma en que ejercía su ministerio. Para él, conocer a Jesucristo lo era todo. Por consiguiente, lo esencial en la vida de un cristiano, en la vida de un sacerdote, es estudiar a Jesucristo para llegar a conocerlo.
Pero este estudio no es intelectual, académico o de investigación. El objetivo no es la información, sino el conocimiento de una persona: se trata de que Cristo tome forma en quienes lo buscan mediante el conocimiento de la fe. Esta búsqueda no se centra en una doctrina o en un libro, sino en Jesucristo, que se revela en las palabras y acciones registradas en las Escrituras. Este estudio también tiene que ver con el amor, porque el amor evoca la presencia; evoca la comunión con la persona que amamos.
Para Chevrier, este estudio tiene su origen en su contemplación de Jesucristo. Toda su vida estuvo marcada por su experiencia de la gracia de la Navidad de 1856, es decir, su contemplación del misterio de la Encarnación. De ahí nació su constante afán por dar a conocer a todos al Enviado del Padre. Esta iba a ser su gran obra: conocer a Jesucristo para darlo a conocer. "¿No estamos aquí para esto y sólo para esto: para conocer a Jesucristo y a su Padre, y para darlo a conocer a los demás?
Antes de la gracia de Navidad de 1856, no hay ningún Estudio del Evangelio en los escritos del Padre Chevrier. El Estudio de Jesucristo tiene, pues, un origen místico y apostólico, la gracia de Navidad. Sin la luz especial contemplada en el misterio de la Encarnación, no se explicaría su admirable y sorprendente manera de comentar el Prólogo de San Juan: "El Verbo se hizo carne".
El estudio de Jesucristo en la Eucaristía
"Estudiar a Jesucristo en su vida mortal, en su vida eucarística, será todo mi estudio" (I Reglamento 1857).
Es significativo que el primer estudio evangélico del padre Chevrier vaya precedido de un estudio sobre la Eucaristía. Así es como Jesucristo se une a nosotros, y nosotros a él. Esto nos muestra que el estudio y el conocimiento de Jesucristo se realizan no sólo en los Evangelios (en las Escrituras), sino también en la vida sacramental.
Como Antoine Chevrier, también nosotros estamos llamados a estudiar, conocer y buscar a Jesucristo en la Eucaristía, en su celebración y en la adoración ante el sagrario. "El sagrario es el lugar donde el discípulo de Cristo es invitado a la fe, a la adoración, a un amor de corazón a corazón" (Yves Musset: le Christ du Père Chevrier p.79). Esta contemplación y este espacio de estudio encajan bien en la espiritualidad del padre Chevrier, que tiene su fuente en el misterio de la Encarnación: la Eucaristía es como "una prolongación de la Encarnación divina. En la Encarnación, Él se transforma en nosotros. En la Eucaristía, se transforma en nosotros" (Ms 7,1).
Este estudio del padre Chevrier sobre la Eucaristía hace hincapié en la unión con Jesucristo y el amor, lo que nos remite a uno de los rasgos más específicos de la espiritualidad del padre Chevrier: la imitación de Cristo, nuestro modelo. "Nos convertimos en hermanos de Jesucristo, ya que estamos unidos a él por los mismos pensamientos y su sangre fluye a través de nosotros en la santa Eucaristía" (Ms 11,2). "Somos su vida exterior y él es nuestra vida interior" (Ms 9,4j). En la fe comemos y bebemos la Palabra hecha carne en la mesa de la Palabra y en la fracción del pan. En nuestra vida cotidiana, debemos ser conscientes de la relación continua entre el estudio del Evangelio y la celebración de la Eucaristía.
Las "Reglas de vida" de 1857 se centraban sobre todo en la imitación de Jesucristo, a quien el padre Chevrier consideraba el modelo a seguir. Es deudora de la teología y la espiritualidad de su época. Sin embargo, hay que saber leer más allá de ciertas formulaciones o expresiones, y mirar más allá de lo que el Padre Chevrier tenía en mente. Cuando habla de imitar y tomar a Jesús como modelo, no se trata de copiar un modelo exterior. Por eso, en las mismas "Reglas", se expresa en forma de oración: "Hazme tan semejante a ti, tan conforme a ti, que sea uno contigo, que sea verdadera y dignamente tu representante en la tierra...". El verdadero sentido de la palabra imitación es comunión, unión con Cristo. Jesucristo es el modelo porque está en nosotros, habita en nosotros y es él quien nos modela a su imagen. Conocer a Cristo tiene el efecto de unirnos e identificarnos con Cristo mismo, de transformarnos en Cristo. Detrás de la imitación de Jesucristo hay una dimensión sacramental. La presencia viva y activa de Cristo, junto con sus hermanos y hermanas, lleva todo al Padre en cada uno de nosotros y a través de nosotros.
El estudio de Jesucristo en la Eucaristía está unido al estudio de Jesucristo en su vida mortal, en el testimonio que de Él nos ofrecen las Escrituras bajo la acción del Espíritu Santo. El estudio de Jesucristo en las Escrituras.
El estudio de Nuestro Señor Jesucristo tiene lugar sobre todo en las Escrituras, en los Evangelios, pues es allí donde nos encontramos con Jesucristo. Como ya hemos dicho, esta ciencia de gran valor, este estudio, es "espiritual": "El espíritu de Jesucristo se encuentra sobre todo en la palabra de Nuestro Señor. El estudio del santo Evangelio, las palabras y los hechos de Jesucristo, esto es todo nuestro estudio, esto es lo que debemos procurar conocer y comprender...". (Ms 10,24a). Por eso este estudio debe ser preferido a otros estudios que, siendo también necesarios, son de menor importancia. "Ningún estudio o ciencia debe ser preferido a éste. Es el más necesario, el más útil, el más importante, sobre todo para quien quiera ser sacerdote, su discípulo, porque sólo este conocimiento puede hacer sacerdotes" (VD 113).
Este estudio, realizado bajo la acción del Espíritu Santo, es el que produce el verdadero conocimiento de Jesucristo y moldea un ser conforme a Jesucristo: "Le pedí a Nuestro Señor, y se lo sigo pidiendo cada día, que os llene de su espíritu, que el estudio de Jesucristo sea para vosotros un estudio querido por vuestro corazón, que todo vuestro deseo sea conformar vuestra vida a la del Maestro" (Carta 80).
En El verdadero discípulo hay una fórmula muy hermosa para expresar lo que es, y lo que debe ser para nosotros, el estudio del Evangelio: "Llenos del Espíritu Santo... estudiamos el Evangelio para conformar nuestra vida a la de Jesucristo" (cf. VD 225). Estudiamos el Evangelio, no para saber lo que hizo Jesucristo, no para conocer su doctrina y, por tanto, ver lo que debemos hacer. Si nos adentramos en el Evangelio sólo para descubrir lo que hizo Jesús y seguir sus huellas, nuestra relación con Cristo seguirá siendo de voluntarismo, y él no será más que una figura del pasado. El estudio al que nos invita el Padre Chevrier se sitúa a un nivel mucho más profundo. Quiere que Jesucristo pase a través de nosotros, que habite en nosotros, que habite en nuestros corazones por la fe, y que el Espíritu forme en nosotros a Cristo entero. No podemos contentarnos con reproducir algunas actitudes y acciones de Jesús.
Este estudio es un verdadero trabajo de búsqueda, una investigación sistemática que tenemos que hacer con perseverancia cada día, porque es nuestro primer trabajo, el que nos permite desarrollar lo que somos, nuestra identidad. Para ello, este estudio nos exige desprendernos de nuestra propia mente y de nuestra propia voluntad para acoger y ponernos a disposición del Espíritu de Dios y de lo que quiere revelarnos. Indagar e investigar las Escrituras nos exige salir de nosotros mismos para adentrarnos en lo que es desconocido para el pensamiento humano; también nos exige dejarnos llevar, aun sin comprender, como hizo María (Lc 1,29-34). Hacemos este estudio evangélico en la actitud del pobre y en la condición del necesitado que busca recibir la vida, la verdadera sabiduría, y que se hace disponible para acoger el don de Dios. En el estudio del Evangelio, no buscamos entenderlo todo, sino que queremos entregarnos a la persona de la Palabra. Por eso, este estudio no puede ser algo que hacemos de vez en cuando o como y cuando tenemos tiempo. Al contrario, es una parte muy importante de nuestro ministerio, algo tan cotidiano como comer. Este estudio es la medida de nuestro apego y de nuestro amor a Jesucristo; pero también es la medida de nuestra dedicación a la misión, que es la misión de Cristo, no la nuestra...
El estudio del Evangelio requiere la misma perseverancia y asiduidad que la oración; es más, ambas están estrechamente relacionadas. "Ante todo, debemos leer y releer el Santo Evangelio, sumergirnos en él, estudiarlo, conocerlo de memoria, estudiar cada palabra, cada acción, para captar su sentido y transmitirlo a nuestros pensamientos y acciones. Es en la oración diaria donde debemos hacer este estudio y donde debemos hacer que Jesucristo forme parte de nuestra vida" (VD 227). La oración y el estudio del Evangelio se fecundan mutuamente. Por eso, además de la necesidad del estudio para conocer a Jesucristo, el Padre Chevrier insistió en la necesidad de la oración. Él mismo rezaba y entraba en relación con el Maestro que deseaba conocer. La oración "Oh Palabra, oh Cristo" se encuentra al final del Estudio evangélico sobre los títulos de Jesucristo (VD 108). Esta fue la experiencia de Antoine Chevrier, pero también la de muchos pradotistas. Es sin duda para todos nosotros una llamada que nos indica el camino para hacer el Estudio del Evangelio. "La oración no debe ser una cuestión de palabrería o de misticismo. La vida y las palabras de Jesucristo deben ser su fundamento esencial... Incluso en la oración, el conocimiento de Nuestro Señor debe ser lo primero... La base de la oración es el estudio de Nuestro Señor Jesucristo" (Ms 9,2d).
El conocimiento de Jesucristo del que habla Antoine Chevrier es el de la fe. En las Escrituras, Dios en persona sale a nuestro encuentro para comunicarse y entablar un diálogo amoroso con nosotros. El estudio del Evangelio es, pues, ante todo una experiencia de fe: parte de la fe, se desarrolla en la fe y acrecienta la fe. Debemos prestar atención a esta dimensión que nos pone en actitud de escucha, de confianza en la palabra que se nos dirige. El mismo Padre Chevrier nos sirve de guía en este tipo de Estudio del Evangelio, que pretende alimentar y acrecentar nuestra fe. Termina su Estudio evangélico sobre la divinidad de Jesucristo con esta afirmación, que debería estar siempre presente en el horizonte de nuestro propio Estudio evangélico: "No olvidéis el gran acto de fe en Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios" (VD 82).
El conocimiento y estudio de Nuestro Señor Jesucristo debe abarcar la totalidad de las Escrituras porque, como ya hemos dicho, todas las Escrituras hablan de Jesucristo y todas están habitadas por el Verbo del Padre. "Totalidad" no significa conocimiento enciclopédico o acumulación de información sobre los textos o libros de la Biblia. "Totalidad" se refiere al núcleo fundamental a partir del cual se comprende y explica el misterio de Cristo, el Verbo hecho carne. El centro de las Escrituras es el Verbo, el que viene en la carne para salvar a la humanidad. Desde esta luz, el hombre, con su inteligencia y libertad, puede comprender todas las cuestiones y misterios que afectan a su vida.
Las Escrituras son lo que el Señor nos ha dado y ha puesto en nuestras manos para que podamos conocerle y vivir nuestra vida según la Alianza. En esta comunicación y revelación, el Verbo hecho carne se convierte en la palabra más explícita de que disponemos, una palabra de revelación que se comunica a través de las Escrituras habitadas por el Espíritu Santo. Por consiguiente, si queremos conocer a Jesucristo, debemos conocer y estudiar las Escrituras. Es lo que nos recuerda san Jerónimo: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". Pero seamos muy conscientes de que se trata de un estudio iluminado y guiado por el Espíritu; esto es lo que nos permite, a partir del libro, entrar en relación con el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios, la Palabra viva del Padre. "Verbo" es el nombre del Hijo de Dios. Significa Verbo. Dios envió a su Verbo, es decir, a su Palabra, que asumió nuestra humanidad para instruirnos y darnos a conocer la ley y la voluntad del Padre... Él es para nosotros como una carta viva en la que debemos leer la voluntad del Altísimo... ¡Con qué atención debemos leer esta carta enviada desde el cielo!" (Ms 5,27).
CONCLUSIÓN
El Estudio del Evangelio se inscribe en la tradición de la Iglesia de leer las Escrituras a la luz del Espíritu, que nos las presenta hoy como palabra viva y actual, presentando a Jesucristo como nuestro contemporáneo.
La acción del Espíritu en la encarnación del Verbo, su acción en las Escrituras como palabra viva de Dios, continúa en el Estudio evangélico por el que llegamos a conocer a Jesucristo y entramos en comunión con Él.
Es siempre el Espíritu Santo quien anima y guía el estudio de Nuestro Señor Jesucristo. Debemos hacer este estudio tanto en la Eucaristía como en las Escrituras. Cada vez que celebramos la Eucaristía, invocamos al Espíritu Santo para que transforme el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
Del mismo modo, en nuestro estudio del Evangelio, hemos de hacer una epíclesis, una invocación al Espíritu Santo, para que la palabra de la Escritura se convierta en revelación y presencia de la Palabra viva, de Jesucristo resucitado, Hijo de Dios, verdadero alimento como el pan eucarístico.
Debemos estudiar siempre el Evangelio en la oración y en la fe. Su finalidad es llevarnos al conocimiento de Jesucristo. En otras palabras, hacemos Estudio del Evangelio para establecer un verdadero diálogo con el Señor, una relación personal con Jesús, y éste será el impulso que dinamizará nuestra vida, nuestra misión, la encarnación y el compromiso que seremos capaces de vivir en medio del mundo. Para ello, un conocimiento de las Escrituras que se quede en el exterior es insuficiente. Es lo que nos muestra el cuarto Evangelio en el diálogo de Jesús con los judíos, que escudriñaban las Escrituras y creían conocerlas. Son necesarias la revelación del Espíritu y la fe. "La palabra del Padre no permanece en vosotros, porque no creéis en el que él ha enviado. Escudriñáis las Escrituras porque pensáis que con ellas obtendréis la vida eterna. Ellas son las que dan testimonio de mí. Y vosotros no queréis venir a mí para tener la vida eterna" (Jn 5,38-40; cf. 5,46-47).
En el centro del Estudio del Evangelio está la persona de Jesucristo. Entro en este Estudio con la intención de conformarme a Él, de seguirle confiada e incondicionalmente hasta hacerme una sola cosa con Él. Por lo tanto, el propósito de mi Estudio del Evangelio no es lo que debo hacer, ni ir en busca de lo que necesito; mi propósito es ser recreado por la Palabra viva y eficaz de Dios, caminar guiado por el Espíritu que tiene el poder de dar vida verdadera y de alimentar nuestra existencia y testimonio. Comunicando y centrando nuestra vida en la persona de Jesucristo, seremos llevados a verlo todo desde su punto de vista. Para el creyente, para el apóstol, más que el Evangelio, más que la justicia, más que la libertad, más que el amor... lo que realmente existe es Jesucristo, que es nuestra justicia, nuestra libertad, nuestro amor. Centrados en Él, viviremos también nuestra misión y ministerio desde la radicalidad del Evangelio.
Poner a Jesucristo en el centro de nuestra vida presupone que nos entreguemos y nos despojemos completamente de nosotros mismos en una pobreza radical, a imagen de la pobreza de Aquel que ha sido enviado por el Padre, que no hace nada de sí mismo, que no dice nada de sí mismo, y que cumple en todo momento la voluntad de Aquel que le ha enviado. Esto es lo que significa "conocer a Jesucristo": dejar que el Hijo penetre e invada todo lo que somos, haciéndonos uno con Él. Como le sucedió a Pablo, podremos experimentar que Él es nuestra vida, que Él mismo vive en nosotros, que por nosotros fluye la vida del Hijo de Dios, la vida eterna (Ga 2,19-20; Jn 17,3).
Xosé Xulio RODRIGUEZ