En este texto, encontrará un largo estudio del Evangelio que nos anima a enriquecer nuestro conocimiento del misterio de Dios. A partir de San Juan, se nos ofrece una meditación sobre el modo en que Jesucristo es conducido por el Espíritu Santo. Jesús es el enviado del Padre. Trabaja en su obra por la salvación de los hombres. El Espíritu está en el centro de la comunión entre el Hijo y el Padre y de su acción para dar vida a los hombres. En primer lugar, es necesario precisar la naturaleza de la reflexión que sigue. Es fruto de un estudio del Evangelio que realicé para preparar esta sesión. Estaba atravesando un período de cambio en el ministerio. Abrumado por muchas cosas, quise estudiar dónde encontraba Jesús la fuerza para hacer eficaz su acción, su ministerio. Para este estudio, elegí el Evangelio de Juan. Esto explica la naturaleza y las limitaciones de esta presentación. En el Evangelio de Juan, no hay muchas referencias al Espíritu. Juan habla del Espíritu prometido y dado por el Resucitado, pero sólo hay una alusión explícita al Espíritu que guía la vida y la acción de Jesús: es el testimonio de Juan el Bautista, que dice: "Vi al Espíritu como una paloma que descendía del cielo y se posaba sobre él. Y yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me había dicho: Aquel sobre el que verás descender y habitar al Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Sí, yo he visto y doy testimonio de que es el Elegido de Dios" (Jn 1,32-34). Esta es la profesión de fe del Bautista. El Espíritu "descendió" sobre Jesús y "permaneció" con él, convirtiéndole en su morada y en el "Hijo de Dios". El Espíritu que desciende sobre Jesús no se llama "santo" porque, a diferencia de los hombres, Jesús no necesita ser santificado. Pero es la fuerza que guía y configura su misión, la de dar el Espíritu Santo a los hombres, el Espíritu santificador. El Espíritu es el secreto más profundo de su vida y de su misión. Juan nos ayuda a comprender el ministerio de Jesús utilizando otras palabras, otras categorías. Habla de Jesús como el enviado del Padre, a quien el Padre entrega sus obras, al tiempo que le da la fuerza para llevarlas a cabo.
A continuación, opté por resumir mi estudio evangélico sobre estos puntos:
- Jesús, enviado del Padre: la economía del dar
- El Padre da a Jesús sus obras
- El Padre da a Jesús el poder de hacer las obras que le encomienda. Todo gira en torno al verbo "dar" y a la palabra "obra", que será también el centro de nuestra reflexión.
- JESÚS ENVIADO POR EL PADRE: LA ECONOMÍA DEL DON
- Jesús el enviado del Padre: la identidad de Jesús; Jesús no vino al mundo por iniciativa propia: fue el Padre quien le envió. "Sí, me conocéis y sabéis de dónde vengo. Pero no he venido por iniciativa propia, sino que me ha enviado realmente el que me ha enviado. Vosotros no le conocéis. Pero yo le conozco, porque vengo de él y él me ha enviado" (Jn 7,28). "No soy yo mismo, me ha enviado Él" (8,42). En el Evangelio de Juan, el verbo "enviar" es muy importante. En las dos formas griegas (πεμψω y αποστελλω) se utiliza 39 veces y designa la identidad profunda de Jesús: está totalmente vuelto hacia el Padre, el que le ha enviado.
- Jesús, aprendiz del Padre Esta identidad profunda de Jesús hace de él un hombre vuelto enteramente hacia el Padre, que mira hacia él para aprender de él. Hay un pasaje muy esclarecedor al respecto: "En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por sí mismo si no ve hacerlo al Padre. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace" (5,19). El Padre es presentado como alguien que está trabajando ("mi Padre está siempre trabajando y yo también"), y Jesús lo mira, lo contempla mientras trabaja. Y el Padre no oculta con celos lo que hace, sino que lo muestra al Hijo que, mirando al Padre que trabaja, aprende a su vez a actuar. Este pensamiento se subraya en otra ocasión, cuando Jesús dice: "El que me ha enviado es veraz, y lo que he aprendido de él se lo digo al mundo... Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que yo soy y que no hago nada por mí mismo; lo que el Padre me ha enseñado, eso digo...". (8,25- 30).
- El Padre envía al Hijo para dárselo a los hombres Si el verbo "enviar" nos dice la identidad más profunda de Jesús, no nos dice nada sobre el origen de esta misión, sobre las intenciones del que lo envió. Cuando Juan quiere iluminarnos sobre el sentido de esta misión, utiliza el verbo "dar" (διδομι). El Padre entrega a Jesús a los hombres: la misión del Hijo es la manifestación del amor del Padre a los hombres. "Sí, tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (3,16-17). El Padre da a Jesús para que sea alimento: "...Mi Padre os lo da, el verdadero pan del cielo" (6,32). La fe que salva es un don del Padre: "Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no le atrae" (6,44). Y el Padre coronará la obra de Jesús enviando al Paráclito (14,16) y dará también a los discípulos lo que pidan en la oración hecha en nombre de Jesús (15,16; 16,23). El Padre envía a su Hijo y lo entrega a los hombres para colmarlos de sus dones.
- El Padre envía a su Hijo para colmarle de sus dones Si dar es la actitud del Padre hacia las personas, también lo es hacia Jesús. El Padre lo puso todo en sus manos (13,3). Le dio sus palabras: "...las palabras que me diste, yo se las di..." (17,8; cf. 12,49; 3,34; 7,16; 8,26; 12,50; 14,24; 17,14); las obras que había que hacer: "...las obras que el Padre me dio para hacer..." (5,36; cf. 17,14). (5:36; cf. 17:4; 4:34; 9:3; 10:32; 10:37); dándole todo lo que pida (11:22; cf. 11:42). "Dio al Hijo el poder de disponer de la vida" (5:26); y también de darla (5:21; 17:2-3). Le dio discípulos (17:6,9; cf. 10:29; 6:37-39; 17:2); "poder sobre toda carne" (17:2); juicio (5:27); gloria (17:22-24); su nombre (17:11-12). Y todo ello porque "el Padre ama a su Hijo; todo lo ha entregado en sus manos" (3,35). El Padre envía a su Hijo y le confía amorosamente una misión (5,10), una misión que conducirá a una gran glorificación: "Padre, glorifica a tu Hijo... glorifícame a mí con la gloria que tuve contigo antes del principio del mundo" (17,1.5).
- El Hijo: entrega al Padre para la salvación del mundo Si el Padre se entrega totalmente al Hijo, confiándole su misión, esta misión es para el Hijo el escenario de una inmensa glorificación, en la que el Padre colma a su Hijo de sus dones sin medida ("Aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, que le da el Espíritu sin medida") (3,34), del mismo modo el Hijo responde al Padre entregándose a él sin límite alguno. No busca su propia gloria (7,18), ni la que viene de los hombres (5,41), sino sólo la gloria del Padre: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti" (17,1); "Yo te he glorificado en la tierra; he terminado la obra que me encomendaste" (17,4). La gloria del Padre consiste en dar a los hombres la vida eterna: "Yo les doy la vida eterna" (10,28); "...por el poder que le has dado sobre toda carne, da la vida eterna a todos los que le has dado" (17,2). Por eso da a los hombres la palabra del Padre (17,8.14); el mandamiento nuevo (13,34) que les llenará de alegría (13,15-17). Sabe que esto le exigirá dar el agua que brota para la vida eterna (4,10-14); dar su propia carne como alimento que permanece para la vida eterna (6,27), aunque sea dando su propia vida (6,51). Su amor por los hombres le llevó hasta el final: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (13,1). Un don sin reservas a los hombres que brota de una entrega total al Padre: "Revelé tu nombre a los hombres que sacaste del mundo para dármelos. Eran tuyos, me los diste y ellos cumplieron tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti" (17,6-7).
- Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío Podemos comprender así un primer aspecto de la obra del Espíritu en la vida de Jesús: el Padre lo da todo al Hijo, y el Hijo responde entregándose por entero para la salvación y la vida del mundo. El Espíritu realiza el "vaciamiento" del que habla Pablo en la Carta a los Filipenses: "Él, siendo en forma de Dios, no guardó celosamente la posición que le hacía igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres. Y habiéndose comportado como hombre, se humilló aún más, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,6-11).
Una obra, la del Espíritu, que llenará a Jesús de inmensa gloria y traerá vida y salvación al mundo. Es el camino del amor casto, de una vida vivida en castidad, con un "corazón puro" (Mt 5,8), un corazón unificado.
- EL HIJO HACE LO QUE EL PADRE LE DICE: EL CAMINO DE LA OBEDIENCIA
El Evangelio de Juan nos lleva a dar un segundo paso: el Padre no sólo entrega al Hijo a la humanidad para que la colme de sus dones, sino que también entrega al Hijo sus obras. Es una expresión paradójica: una obra es algo personal, que pertenece a quien la hace; ¿cómo puede alguien dar sus obras a otro? Sin embargo, Juan nos dice que el Padre da sus obras al Hijo.
- El Padre da sus obras a Jesús - Jesús, el enviado del Padre, vive convencido de que no da nada de sí mismo. Lo que tiene y lo que da es sólo lo que ha recibido del Padre. A los judíos que le acusaban de blasfemia, les respondió: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis, creed en ellas" (10,37-38). Del mismo modo, afirma: "Mi enseñanza no es mía, sino del que me ha enviado" (7,16); y de nuevo: "Yo no hablo por mí mismo, sino que el Padre que me ha enviado me ha ordenado lo que debo decir y lo que debo dar a conocer" (12,49). A los discípulos que insisten en que coma después del encuentro con la mujer de Samaría, responde: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y cumplir su obra" (4,34). Alimento que alimenta su vida, don que acoge con gratitud, sentido de su venida entre los hombres, porque "... no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (6,38). Está seguro de que en la palabra del Padre está su vida: "...sé que su mandato es vida eterna" (12,50). Su fidelidad es la condición para vivir en comunión con el Padre: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (15,10). Para Jesús, no hay mayor don que éste.
- Jesús realiza la obra del Padre con total confianza El hecho de que reciba todo del Padre no convierte a Jesús en un realizador pasivo. El Hijo acepta la voluntad del Padre como un don que le permite participar en su voluntad. Puede decir de sí mismo: "...hago siempre lo que le agrada" (8,29). Y el Padre confía en el Hijo: "El Padre ama al Hijo; todo lo ha entregado en sus manos" (3,35). "El Padre no juzga a nadie: todo el juicio lo ha encomendado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre" (5,22). "El Hijo da la vida a quien quiere" (5,21). La tarea que el Padre confía al Hijo es el camino hacia la verdadera libertad: "Os digo esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa" (15,11).
- La Pasión - Resurrección: la obra más grande que el Padre confía al Hijo Si toda la vida de Jesús fue vivida en entrega total a la obra del Padre, esta entrega se manifiesta plenamente en la Pasión que lleva a la Resurrección. Hablando de su Pasión, Jesús dice que es un mandato del Padre: "Este es el mandato que he recibido de mi Padre" (10,18), un mandato que consiste en entregar la propia vida, en un camino que conduce a la vida plena: "Si el Padre me ama, es porque yo entrego mi vida, para volverla a tomar" (10,17). En este sentido, podemos ver que Jesús no es pasivo, sino que vive como protagonista. En la solemne introducción a la Pasión, Juan presenta a Jesús en su camino hacia la entrega con la conciencia de la misión que ha recibido y con la máxima libertad: "sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre... que el Padre lo había entregado todo en sus manos..." (13,1-3). Vemos, pues, que Jesús toma la iniciativa: es él quien "se santifica" (17,9); quien va al Padre (13,1); quien deja el mundo y va a su Padre (16,28). Es el que "da su vida" (10,11.15.17.18; 15,13); nadie se la quita: "No me la quitan; yo la doy por mí mismo. Yo tengo poder para darla y poder para quitarla" (10,18). Fue él quien invitó a Judas a hacer lo que había venido a hacer (13,27); quien se presentó a quienes habían venido a arrestarle (18,4.8). Una actitud que mantendrá hasta la cruz, cumplimiento de su decisión: "Entonces, sabiendo que ya todo estaba consumado, dijo Jesús, para que se cumpliera toda la Escritura: "Tengo sed"" (19,28). Su único deseo es cumplir la voluntad del Padre, "hacer siempre lo que le agrada" (8,29). Quiere que "el mundo sepa que amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha mandado" (14,31). Por eso, cuando dice que sus palabras se cumplen, lo hace con total fidelidad al Padre: "No he perdido ni uno solo de los que me has dado" (18,9; 17,12). Porque ésta es la voluntad del Padre: "que no pierda nada de lo que me ha dado" (6,39). 2.4 El camino de la obediencia: el camino del Hijo Podemos comprender entonces un segundo aspecto que Juan nos presenta: Jesús cumplió su misión como enviado del Padre en total obediencia al Padre. Puede decir de sí mismo: "Te he glorificado en la tierra; he terminado la obra que me encomendaste" (17,4). Para él, "hacer la voluntad del Padre" y "cumplir su obra" son el alimento (4,31-34) que le sostiene. Para él, la abnegación significaba "obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,7-8). La Carta a los Hebreos tiene un pasaje muy luminoso sobre este tema: "Fue él quien, en los días de su carne, con gran clamor y lágrimas, suplicó y rogó al que podía salvarle de la muerte, y siendo escuchado por su piedad, aunque era Hijo, aprendió la obediencia por lo que padeció; habiendo sido perfeccionado, se convirtió para todos los que le obedecen en principio de salvación eterna..." (Heb 5, 7-9). (Heb 5:7-9). Y de nuevo: "...Cuando Cristo entró en el mundo, dijo: No quisisteis sacrificio ni oblación... Entonces dije: He aquí que vengo... para hacer vuestra voluntad... Y en virtud de esta voluntad somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre" (Heb 10, 5-10). La obediencia del Hijo es una obra maestra del Espíritu, que "por un espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios... para que pudiéramos adorar al Dios vivo" (Hb 9, 14).
- "EL HIJO NO PUEDE HACER NADA POR SÍ MISMO": EL CAMINO A LA POBREZA Ya hemos visto cómo Jesús afirma varias veces que las obras que realiza no son suyas, sino del Padre, y que las acepta como el don que le sostiene. Pero el Evangelio de Juan nos lleva a un planteamiento distinto: el Padre no sólo confía sus obras al Hijo, sino que le "da" que las haga.
- En Jesús, el Padre completa su obra Si, por una parte, Jesús acoge con un corazón lleno de gratitud las obras que el Padre le confía, por otra reconoce que es el Padre quien actúa en él para la salvación del mundo. La expresión más audaz a este respecto se encuentra cuando Jesús dice: "El Padre que mora en mí hace las obras" (14,10). En otros lugares utiliza la expresión "las obras de Dios" (9,3), o "las obras del que me envió" (9,14), "las obras que vienen del Padre" (10,32), "las obras de mi Padre" (10,37). No se trata sólo de las obras que pertenecen al Padre, sino de las obras que el Padre realiza. La oración de Jesús ante la tumba de Lázaro, en la que reconoce que lo que hace es un don del Padre: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Sé que siempre me escuchas..." es significativa (1,41-42). La gente también atribuía a Dios el poder curativo de Jesús. El ciego respondió a los que le acusaban: "Sabemos que Dios no oye a los pecadores, pero si un hombre es religioso y hace su voluntad, le oye" (9,31). Marta también dijo a Jesús: "... Sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará" (11,22). Las obras de Jesús muestran el amor y la ternura del Padre, que cuida de sus hijos.
- Jesús hace las obras del Padre Aunque Jesús llama a menudo "las obras del Padre" a lo que hace, no duda en hablar de su participación en la obra del Padre. Nunca dice "mis obras"; sus hermanos, que no creen en él, dirán "las obras que tú haces" (7,3). Pero cuando Jesús habla de lo que hace, dice: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo que no vea hacer al Padre: lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo" (5,19-20). Es el Padre quien actúa y asocia a Jesús a su obra. En este sentido, Jesús puede decir: "Yo tengo que hacer las obras del que me ha enviado" (9,4); "las obras las hago en nombre de mi Padre" (10,25). Su participación en la obra del Padre es la señal de que es enviado por el Padre: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis, creed en ellas..." (10,37-38).
- La Pasión-Resurrección: la obra del Padre y del Hijo Cuando Jesús entra en su Pasión, ya no parece actuar. No hace nada, no dice nada, no actúa nada. Deja que los hombres lo hagan con él: es apresado (18,12; 19,1.6.17); conducido (18,12.28); atado (18,24); entregado (19,16); azotado (19,1); crucificado (19,16.18.23); le quitan la ropa (19,23); le ponen una esponja en la boca (19,29); le atraviesan el pecho con una lanza (19,34); lo entierran (19,38). Al hablar de su muerte, Jesús siempre utiliza verbos en pasiva: "ser elevado" (3:14; 12:32); "ser glorificado" (12:23; 13:1; cf. 7:39; 12:16; 17:1). Juan recuerda la noche en que Judas abandonó el Cenáculo (13:30) y el encuentro con Nicodemo ("era él quien antes había ido a buscar a Jesús de noche") (19:39), que enmarcan todo el relato de la Pasión. La noche en la que no se puede hacer nada (9,4) y en la que la oscuridad parece dominar (11,9-10). La noche durante la cual el Padre también calla, después de lo que Jesús dice a Pedro en el momento de su arresto ("...el cáliz que el Padre me ha dado, ¿no lo beberé?") (18,11). No volverá a nombrar al Padre hasta su encuentro con María de Magdala (20,17). La Pasión es el tiempo de la impotencia de Jesús y del silencio del Padre. Pero en el fondo de su debilidad y del silencio del Padre, Jesús encuentra la mayor fecundidad. Al morir, "entregó su espíritu" (19,30); levantado de la tierra, atrajo a todos hacia sí (12,32); se convirtió en el centro de la atención humana (19,37). Los sufrimientos de su muerte son como los dolores del parto (16,21), del nacimiento del hombre nuevo. En su muerte y resurrección, adquiere el poder mismo de Dios: "poder sobre toda carne", un poder que le permite dar "vida eterna a todos los que le has dado" (17,2). Ejerce este poder sobre todo enviando desde el Padre al Espíritu Santo, el Paráclito (15,26; 16,7). En su muerte se convierte en "pan de vida" (6,52) y "manantial de agua que salta hasta la vida eterna" (3,14). Con su muerte, toda la Escritura alcanza su plenitud (19,28; 19,36), y Jesús, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (13,1), puede decir: "Consumado es" (19,30). La Pasión ya no es el tiempo de las obras, pero es sin duda el tiempo de la "obra" del Padre. A los judíos que le preguntaban qué obras había que hacer para agradar a Dios, Jesús no les hizo una lista de cosas que hacer, sino que les dijo: "La obra de Dios es que creáis en el que Él ha enviado" (6,29). Las obras que Dios busca son las que manifiestan la obra que Dios realiza en el corazón del hombre. Y esto vale también para el Hijo. Si todas sus obras son la manifestación al mundo del amor del Padre, la Pasión es su obra maestra, "la obra" que el Padre realiza en su Hijo para la salvación del mundo. La Pasión es la mayor manifestación de la comunión que une al Padre y al Hijo: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis, creed en ellas y sabed de una vez por todas que el Padre está en mí y yo en el Padre" (10,37-38; cf. 4,11). "El Padre y yo somos uno" (10,30). Una comunión en la que el Hijo quiere introducir a la humanidad y que es el don por excelencia que nos deja: "Yo les he dado la gloria que tú me has dado, para que sean perfectamente uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí" (17,22). 3.4 La pobreza del Hijo, la riqueza del mundo Se nos introduce así en el tercer aspecto del misterio de la vida de Jesús: el Padre no sólo confía sus obras al Hijo, sino que también le da el poder de realizar sus obras. Comprendemos entonces el sentido de lo que dice Jesús: "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo" (5,19); no tiene fuerza para hacerlo. Recibe su fuerza de su Padre, poniéndose totalmente a disposición de la obra que quiere realizar en el mundo y para el mundo. El camino de Jesús es el de una pobreza que no conoce límites y que es la fuente de la fecundidad de su ministerio. Es lo que nos dice Pablo cuando escribe: "Vosotros conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que se hizo pobre de riquezas por vosotros para enriqueceros con su pobreza" (2 Co 8,9). Una obra maestra del Espíritu que "bajó y se posó" sobre Jesús, una obra maestra del Espíritu en el corazón de cada persona de la historia, según las palabras de Jesús: "Él me glorificará, porque tomará de mi bien y lo compartirá con vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: "Tomará de mi bien y lo compartirá con vosotros"" (16,14-15).
- CONCLUSIÓN
Hicimos un recorrido por el Evangelio de Juan en busca de la fuente de la fecundidad del ministerio de Jesús. Es una pregunta importante, porque se trata de comprender el camino que debemos recorrer si también nosotros queremos vivir un ministerio fructífero. Proponemos algunos puntos de síntesis para concluir este trabajo:
- El Padre es el protagonista de la misión ƒ El Padre entrega a Jesús a los hombres. Es el Padre quien envía a Jesús entre los hombres, quien toma la iniciativa para su salvación, y esta misión se caracteriza por la entrega: "Sí, tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (3,16-17). "En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre quien os lo da, el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo" (6,32-33). ƒ El Padre da las personas a Jesús La iniciativa del Padre no se agota en dar a Jesús a las personas, sino que también quiere dar las personas a Jesús. "Pero yo os digo que me veis y no creéis. Todo lo que el Padre me dé vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y la voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo resucite en el último día" (6,36- 39). Y ante las objeciones de los judíos, confirma: "No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no le atrae; y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: todos serán enseñados por Dios. Todo el que escucha la enseñanza del Padre y aprende de ella viene a mí" (6,43-45). A los discípulos escépticos ante sus palabras, les dijo: "Nadie puede venir a mí si no es por un don del Padre" (6,65). Es el Padre quien atrae y conduce a las personas hacia Jesús, para que pueda decir: "Eran tuyos y me los has dado" (17,6). Entregar las personas a Jesús es la obra del Padre hasta el final de la historia: "La obra de Dios es que creáis en el que Él ha enviado" (6,29). Una acción, la del Padre, que no se limita a los que le pertenecen: "Tengo otras ovejas que no son de este redil" (10,16); son suyas porque le han sido dadas por el Padre (10,29). Y no basta escuchar su palabra si no hay una gran docilidad al Padre que habla en el corazón del hombre. Hay que "creer en el que Él ha enviado" (5,24).
- Jesús: la obra más grande del Padre Hemos subrayado varias veces que Jesús es la obra más grande del Padre, su obra maestra. Jesús está totalmente disponible a su acción en un camino de pobreza, obediencia y castidad, y el Padre responde colmándole de sus dones: "Todo lo mío es tuyo y lo tuyo es mío" (17,10). "Te he glorificado en la tierra; he terminado la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame con la gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese" (17,4-5). Al recorrer este camino, se convirtió en "el camino, la verdad y la vida". (13,5). Nadie puede ir al Padre sin él (14,6). Cuando le miramos, podemos ver el rostro mismo del Padre:
"Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre" (14:9). Jesús dio a los hombres la Palabra del Padre (17,14); él mismo era la Palabra del Padre (1,1); manifestó el nombre del Padre (17,6). Se convirtió en la fuerza secreta que habita la historia y conduce todo al Padre: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder sobre toda carne que le has dado, dé la vida eterna a todos los que le has dado" (17,1-3).
- La comunión del Padre y del Hijo: la obra del Espíritu El don total que el Padre hace de sí mismo al Hijo y la respuesta generosa del Hijo, que se entrega sin reservas al Padre, revelan la profunda comunión que une al Padre y al Hijo. Jesús puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (10,30); y puede orar así: "Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros" (17,11). "Que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (17,21). Esta comunión es obra del Espíritu, que descendió sobre él y le guió, haciendo de su vida la vida de un "Hijo". "Sí, yo he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios" (1,34).
- Jesús, el enviado del Padre, implica a los discípulos en su misión Jesús, el enviado del Padre, quiere que su misión continúe a lo largo de la historia de la humanidad. Para ello, envía a sus discípulos en misión, advirtiéndoles que sólo podrán realizarla a su manera: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo" (20,21). Para ello, pide a Pedro su amor incondicional como fundamento de su misión: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" (21,15.16.17). Un amor que le llevará hasta dar su propia vida (21,18-19), y que sólo podrá aprender siguiendo a Jesús: "Sígueme" (21,19.22), evitando la tentación de pensar que sabe hacer las cosas mejor que su maestro: "Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: el esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que lo envió. Sabiendo esto, dichosos vosotros si hacéis esto" (13, 14-17). La fecundidad del apóstol se basa en una comunión muy grande con Jesús, como la que Jesús experimentó con el Padre: "Permaneced en mí, como yo permanezco en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, como yo en él, da mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer" (15,4-5). "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo a vosotros. Permaneced en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (15,9-10). 4.5 El Espíritu: maestro del apóstol Esto sólo es posible por la acción del Espíritu. Es el Espíritu quien forma a los apóstoles a la manera de Jesús, el enviado del Padre. Por eso, después de enviarlos "a la manera" del envío que recibió del Padre, Jesús "... sopló sobre ellos y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (20,22-23). En su misión, el apóstol no tiene más poder que el que le da el Espíritu. Es el "Paráclito" (14,16.26; 15,26; 16,7), el Maestro (14,26), la memoria viva del Señor en el corazón de los creyentes (14,26). Él abre el camino a la plenitud de la verdad (16,13), nos introduce en la novedad inagotable del Evangelio (16,13); es el testigo de Jesús, que hace testigos a sus discípulos: "Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad, que viene del Padre, él dará testimonio de mí. Y vosotros también daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio" (15, 26-27). La fecundidad del ministerio en el Espíritu ("De su seno correrán ríos de agua viva"), nacida de la necesidad constante de beber de la fuente que es Jesús ("...que venga a mí y beba"), fruto de la sed que el Padre sigue despertando incesantemente en el corazón del hombre ("Si alguno tiene sed..."). "Hablaba del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado todavía" (7,38-39).
Flavio GRENDELE